Ser columnista es un honor que cuesta.
Por eso, cuando me encuentro con un lector que me reconoce, es usual que se compadezca, y en cambio de criticarme con aquello de “lo lamento, qué cantidad de idioteces tiene usted que escribir para ganarse el desayuno”, el tipo me invita a un café. (Claro que a la hora de pagar, es normal que yo resulte pagando mi café, y -en ocasiones- el de él)
No es extraño entonces, que un periodista de clase media y salario mínimo, como yo, viva buscando chambas complementarias que ayuden a pagar las facturas.
Probé una chamba como paseador de mascotas. El trabajo no era malo, porque hacía ejercicio al aire libre, pero regresaba a mi casa agotado de tantas veces que debía agacharme a recoger porquerías.
Acepté trabajar de buzo en un campo de golf, para recoger bolas en un lago. Renuncié porque debía aguantar tanto frío que estaba poniendo en peligro de congelación las mías.
También me ofrecí de voluntario en un hospital para probar nuevas medicinas. Una semana más tarde me vi obligado a dormir boca abajo pues mis nalgas parecían una almohadilla de esas que usan las costureras para que nos se les refundan la agujas y los alfileres.
En busca de chamba, todos los días metía las narices en los periódicos buscando un trabajo que no tuviera mucha competencia.
En alguna ocasión vi un anuncio que necesitaban “un inspector sobre moral y decencia” para controlar aquellos locales donde se presentan unas damas encueradas, que hacen gimnasia en un tubo. El tipo que me entrevistó me soltó la pregunta: “¿Está usted dispuesto a caminar dos millas?”. Pues con tal de conseguir el trabajo, le contesté: “¡Claro que yes! ¿Eso tendré que caminar todos los días?”. El tipo me respondió, “No. Eso es lo que tiene que caminar hoy, pues la cola de los aspirantes a este puesto ya se extiende por dos millas”.
¡Ay! Uno de inmigrante tiene que inventarse su propia chamba.
Un paisano me pasó el chisme que estaban necesitando una persona de refinado buen gusto para una planta de alimentos. La chamba sonaba divertida, porque se trataba de probar alimentos y calificar el sabor, el olor, la percepción al masticarlos, si eran demasiado salados, dulces o picantes.
Quien me entrevistó me entusiasmó con una ventaja adicional: “Todas las noches, cuando retornas a casa, ya vas comido. Imagínate lo que ahorras en comida”. Pasé todas las pruebas y estaba muy contento. Pero el entusiasmo me duró apenas un mes, cuando vine a descubrir que era una planta de alimentos, para perros, gatos y canarios.
Esta semana vuelvo a escribir esta columna, porque no hay mucho trabajo interesante por allá afuera.
Mientras se presentan otras oportunidades, he decidido eliminar una de las tres comidas diarias.
Para tranquilizarme, utilicé el viejo truco: pararme frente al espejo del baño, en almendra, y decirme a mí mismo” “güey, pareces un hipopótamo, y la única solución es ponerte a dieta, de inmediato”.
(fin)
VERBATIM
“Si tu crees que tu jefe es un estúpido, estás en lo correcto. Si fuera inteligente no te hubiera dado esa chamba”
Por: © 2015 Armando Caicedo
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