La señora Ubilda Santiago aprovechó la niebla de una madrugada de marzo para salir silenciosa de su casa con intención de llegar a Estados Unidos, tomara el tiempo que fuera.

Se agachó y dijo al oído Patricia, su hija de cuatro años, que no podía hacer ningún ruido ni hablar. Ambas salieron de su casa muy despacio. Era tal vez la última madre soltera de su pueblo en marcharse para siempre, con tal de huir de los abusos de pandilleros armados.

“Tenía mucho miedo”, Platicó la madre de 27 años, “si nos hubieran descubierto nos habría ido muy mal”.

Todavía madre e hija tenían que llegar hasta donde un autobús hacía parada en la zona rural del departamento de la Baja Verapaz de Guatemala. De ahí, si todo salía bien y no asaltaban el autobús en el camino, tenían que abordar otro transporte a la capital, de la ciudad de Guatemala uno más a la frontera con México, siempre entre ruegos al cielo de que en el camino no fueran a interceptar las pandillas.

Pero ahí apenas comenzaba lo más difícil: cruzar a México con su niña sin ser vistas, y avanzar unos 4,000 kilómetros entre nuevos ruegos al cielo, de que tampoco las fueran a detener oficiales mexicanos de migración.

La migración mexicana, dijo, “no nos quita dinero, pero nos regresa a Guatemala, y hay que comenzar otra vez de cero”.

El escaso dinero que tenían en quetzales al salir de su casa se hizo todavía menos al cambiarlo a pesos mexicanos, pero no tenían más remedio que administrarlo y ahorrar todo lo posible; no sabían cuándo podrían llegar a la frontera con Estados Unidos, y una vez ahí tampoco imaginaban cuánto tardarían en que se les aceptara para entrevista de autoridades estadunidenses de migración.

Ubilda y Patricia estaban a mediados de junio en una pequeña área verde entre carriles de vehículos que se dirigían al condado de San Diego por la garita de San Ysidro.

Llevaban ahí tres días y en sus rostros demacrados, cansados, se notaba que casi no habían podido dormir y menos comer. El dinero en pesos hacía días que se había agotado. Siguieron gracias a personas caritativas y cerca de la garita entre otros cientos de personas que buscaban refugio la señora Ubilda explicó por qué tuvo que huir.

En su pueblo que no quiere nombrar directamente porque la van a reconocer, todas las madres solteras y mujeres solas han huido de la violencia y el abuso de pandilleros. Piensa que las pandillas se comunican como una federación internacional.

“No nos ven como seres humanos, sino como carne; un día les daría l mismo si nos matan”, y eso no es lo que quisiera para su pequeña Patricia.

De su pueblo a San Ysidro hay unos 4,500 kilómetros. Dijo que por fin después de tanto viajar, esconderse, rogar al cielo, comer y dormir a medias iban a encontrar ayuda y después a explicar su historia a oficiales de migración estadunidenses.

Hasta donde estaban a unos 300 metros de la garita llegaron unidades del Ejército de Salvación para transportar a Ubilda y Patricia y decenas más a un refugio temporal mientras el gobierno de Estados Unidos les asignaba día y hora para escuchar su caso.

Al subir al vehículo la señora Santiago sintió por fin tranquilidad. Si llegamos hasta aquí con esfuerzo, para mí es una señal, dijo.

Se fueron demacradas y ojerosas pero madre e hija iban abrazadas en el vehículo; la señora incluso sonrió. Las maras guatemaltecas quedaban atrás.

Manuel Ocaño

Ellatinoonline.com